Cada pueblo concibió a sus dioses, después que dios concibió a los seres humanos, o quizás fue al revés. Desde muy temprano, el poder terrenal descubrió que la razón no era suficiente para controlar la sociedad y que era preciso anidarse en la emoción. Entonces ligaron sus intereses al poder divino e inventaron la religión como soporte de la política.
Egipcios, lidios, griegos, sirios, romanos, mayas, incas, aztecas y George Bush aprisionaron a Dios y se autonombraron sus representantes de facto sin superar su condición de criaturas y seres inferiores en comparación con la divinidad.
El emperador Constantino fue el primero en amarrar definitivamente la religión al poder estatal al declarar el cristianismo como religión oficial del Imperio Romano. Desde aquel momento, la religión sirvió para menospreciar la racionalidad del ser humano, desconocer su libertad individual de depositar su fe en el ser que crea conveniente.
Ese pensamiento se mantuvo durante las guerras religiosas, las cruzadas, la caza de brujas y originó la era más inhumana de la humanidad: la inquisición, cuando tiñeron de sangre al Dios de la vida, crucificaron mil veces con clavos de la injusticia al símbolo de la Justicia, encerraron en el oscurantismo al ser supremo del conocimiento y juntaron la espada y la cruz para quitarles el alma a los pueblos indígenas de América y constituyeron el Sacro Imperio que arrasó con todo signo de libertad y de vida.
El juicio histórico demostró que Dios es inocente, los culpables son aquellos que se arrogaron su representación, escribieron, hablaron, predicaron, oraron y se enriquecieron en nombre de Él. Las criaturas impunes creyeron que heredaron del Creador todo su poder y conservaron privilegios que nunca tuvo el único y real representante de la Divinidad: Jesús, quien jamás fue neutral, sino firme defensor de los más pobres y desposeídos. A ellos les prometió el reino de Dios.
A César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios, es la sabia frase que resume los espacios diferentes que deben ocupar las esferas divinas y humanas y no mezclarse. El proyecto de Constitución comprende esta realidad y dispone que el Estado, donde se define la vida pública, no se meta en lo más sagrado que tenemos los seres humanos: nuestra fe, en la que se desarrolla la vida íntima y privada.
Por esta razón es contradictorio defender la libertad de conciencia y aceptar que el Estado nos imponga una religión. La libertad de conciencia, la libertad de culto, es la base de la concepción de la vida, de la interpretación del mundo, es el cimiento cultural para desarrollar relaciones sociales con nuestros semejantes y leer las acciones de los otros. En definitiva es el soporte filosófico para ejercer la libertad de expresión, por tanto participar en democracia. La imposición de una religión por parte de un Estado sería el fin de la libertad de expresión, así sea profesada por el 99 por ciento de los habitantes de ese Estado.
Además, Dios no necesita de una Constitución para existir, sino no sería Dios, en cambio, los que se arrogan su representación, los que se creen sus intermediarios, sí necesitan un papel para existir, tener poder y privilegios. Dios no, se basta por sí solo. Gracias, Señor, por crearnos tan libres, a tal punto de discutir tu existencia, mentir y orar, incluso, en tu nombre, como lo hacen aquellos fariseos de nuestro tiempo.
En nombre de Dios
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