El lenguaje de los totalitarios

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Andrés Gómez Vela
Hitler no tenía adversarios, sino enemigos. Del mismo modo, para Stalin, todos aquellos que se oponían a sus planes, eran unos traidores. A diferencia del dictador socialista ruso, el alemán era un espadachín de la palabra, arrullador de masas. Su lengua cumplía dos funciones: uno, masajear las mentes de sus seguidores: dos, disparar las primeras balas contra sus enemigos, llamándolos “pequeños gusanos, diminutos pigmeos, peleles y estúpidos dementes”. 
Su oratoria exudaba insultos, epítetos y calificativos. En un principio eran palabras, luego, violencia y después, exterminio de los críticos. Hitler y Stalin no eran iguales, pero se parecían; el segundo era más acomplejado que el primero y fue capaz de materializar su odio en política de Estado para aniquilar a los librepensantes y conducir la revolución rusa al abismo.  
El Führer padecía algo así como una neurosis de unanimidad en torno a su persona. Un día se le ocurrió decir: “Así como logramos con éxito conquistar el noventa por ciento del Volk alemán para el Nacional Socialismo, tendremos que ser y seremos capaces de ganar para la causa también al diez por ciento que resta”. 
No admitía disidencia alguna y desconocía el valor de la concertación. “Si en el pasado, cinco alemanes tenían diez opiniones diferentes, hoy, nueve de cada diez alemanes son de la misma opinión”, advertía en su lenguaje totalitario.
Además, se creía enviado de Dios. “Yo creo que también fue la voluntad de Dios que aquí, en Austria, un niño sería mandado al Reich, ayudado a madurar y a elevarse para convertirse en el Führer de una nación”, discursaba el criminal. 
En el vecindario sudamericano, usó la misma acrobacia lingüística un conocido nuestro, Augusto Pinochet, de quién eran sus enemigos todos aquellos que hablaban de democracia y a quiénes bautizó como antipatriotas.
Durante el pinochetismo en Chile solo había “los nuestros, los patriotas, los buenos chilenos”. Los malos chilenos no eran chilenos absolutos. Pinochet creía que los buenos chilenos apoyaban su permanencia en el poder, los malos chilenos eran marxistas, izquierdistas.   
Cuando el pinochetismo se sometió a un plebiscito el 5 de octubre de 1988 por presión internacional, basó su discurso en la estabilidad y en el buen curso de la economía. Reemplazó el sí a Pinochet por el sí a Chile, entonces articuló mensajes egocéntricos y geocéntricos: “Chile es un faro iluminador. Mientras el mundo está trastornado por el desorden, la violencia y el terrorismo, Chile es un oasis de paz y respeto”. 
Los gobiernos autoritarios usan muy bien el lenguaje para resolver con la magia verbal sus problemas de legitimidad. Entonces, la agresión semántica justifica la agresión física y la acompaña. 
El insulto no aparece en lugar de la espada, sino que es un preámbulo para la actuación de la espada, o el epitafio que cierra la actuación de la espada, escribió a propósito el español Javier del Rey Morató. 
Los totalitarios usan el epíteto, más que para describir un objeto, para enjaular en barrotes verbales a sus examigos, convertidos en enemigos y traidores sólo por la palabra del poder. 
Chaïm Perelman escribió con razón que el epíteto ayuda a imponer una clasificación dominante, que ensombrece las demás calificaciones: Derechista, por tanto malo; izquierdista, por tanto maldito y punto; cuando el ser humano es más diverso que una ideología.  
Por supuesto, los totalitarios no sólo acuden a las palabras, también a las urnas para prorrogarse en el poder y envolver en papel celofán la violación a los principios humanos, constitucionales y democráticos. Y suelen ganar con el 95% de votos. Pero, suelen ser recordados “no como almas perdidas y violentas. Sino, tan sólo, como hombres huecos, Hombres rellenos de aserrín”, escribiría T.S. Eliot.  
@AndrsGomezV

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