Destino

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Andrés Gómez Vela
Apenas abrió los ojos sintió el pum, pum agitado de su corazón, tenía
las manos frías en pleno verano y una sensación de ausencia le recorrió su
columna vertebral. Se arrebujó entre las sábanas de su cama y le asustó su
soledad, como cuando era niño y temía quedarse solo en casa. Tenía la sensación
de que sus cabellos negros estaban más hirsutos que de costumbre. Sus neuronas
se conectaron en milésimas de segundo para reconfigurar su sueño de madrugada.
Recordó imágenes borrosas, pero el mensaje era claro: ese día iba a ser el último
día de su vida. ¿Cómo, si apenas tenía 30 años y no padecía ninguna enfermedad?
Cuando frotó sus ojos, las yemas de sus dedos sintieron unas lágrimas tibias.
Honorato Sequeiros intentó recordar cuándo fue la última vez que había llorado.
¿Cuándo Celia la dejó porque se le acabó el amor? ¿Cuándo murió su madre?
De un saltó se puso de pie a contestar el celular que estaba en el
bolsillo delantero derecho de su jean tirado en el piso. Era Jessica. Prefirió
ignorar la llamada. No tenía ganas de hablar con nadie. Su delgada y atlética
figura, de 1.80 metros, se desperezó intentando tocar el techo de su habitación
con los dos brazos extendidos. Sus mefistofélicos ojos, que causaban sensación
y miedo, habían amanecido opacos y su piel blanca no tenía la lozanía de otros
días. Hasta su nariz le parecía más aguileña de lo que en realidad era. ¿Podía
afectarle tanto un sueño cuyas imágenes ni siquiera recordaba muy bien y cuya
premonición tal vez ni se iba a cumplir?
Aprendió a interpretar sus sueños desde niño. Cada mañana le contaba a
su abuela las imágenes que había visto mientras dormía. Ella, mujer de facciones
indias y churkja (cabello encrespado), decodificaba cada una de las figuras que
habían danzado en la mente de Honorato. En una ocasión, cerca de un 6 de
agosto, había visto que una multitud le echaba monedas como si fueran mixturas.
– Te alabarán– le dijo su abuela.
– ¿Cómo? No soy un héroe- contestó incrédulo.
Aquella mañana, la Directora de su Escuela comunicó en público que el nuevo
abanderado en el Día de la Patria era Honorato. Un estruendoso aplauso recibió
la noticia. No lo podía creer, se cumplía su sueño.
Desde aquella vez, cada mañana se esforzaba por recordar las imágenes
que le había mostrado Morfeo. En otra ocasión, soñó que cruzaba con dificultad
aguas turbias de un manso río. “Te enfermarás”, interpretó la abuela. Por la
tarde se acostó con escalofríos y guardó cama dos días. 

Después aprendió a leer incluso sus vigilias, ese tránsito entre la vida y la
muerte temporal. Una vez cuando cerraba los ojos y los músculos de su rostro se
relajaban al extremo de dejar caer un hilillo de baba en su almohada, vio fulgurantes
lengüetas de fuego. Otra vez la abuela: “tendrás peleas y discusiones”. Casi al
final de aquel día recordó la vigilia y no había pasado nada. “No siempre se
cumplen los sueños y las vigilias”, se dijo.

A tres cuadras de su casa, un perro pekinés se abalanzó sobre su pierna
izquierda. Se dio la vuelta instintivamente y propinó una patada al animal. En
menos que cante un gallo, un hombre de casi 40 años salió disparado de la casa
del frente y se abalanzó sobre Honorato dándole puñetazos en la cara.
Sorprendido, apenas atinó a defenderse. Tenía sangre en la nariz y el labio
inferior partido. Se había cumplido otra vez el destino.
Abruptamente reconstruyó su último sueño: Su abuela, que había muerto
hace 10 años, le interpretaba un sueño y le invitaba a cabalgar un alazán para
irse con ella a la casa donde ahora vivía. Aceptó y se fueron por la orilla de
un rio de aguas cristalinas.
“Este sueño no se cumplirá, burlaré el destino”, pensó. Para evitar riesgos
decidió no ir a la oficina pese a que era martes. Se encerró en casa. Transcurrió
el día casi como un vegetal; sentía que le perseguía el hado, pero a ratos creí
que zafaba. “A estas horas ya nada me puede pasar”, murmuró a eso de las 22.13.
Tomó un vaso de leche caliente y se durmió seguro de haber burlado el destino.
Pero no despertó nunca más.   

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