A sus antepasados les robaron hasta el alma. A sus tatarabuelos les encerraron en las minas de plata para acabar con su memoria y su cultura. A sus bisabuelos y bisabuelas les convirtieron en pongos de las haciendas, en sirvientas de los patrones. Sus abuelos fueron utilizados en una pelea que no era la suya: la Guerra Federal. Sus padres conquistaron con sus vidas la Reforma Agraria y el Voto Universal.
Durante siglos silenciaron su pensamiento, despreciaron sus lenguas, sus culturas, su historia; intentaron borrarles la memoria para borrarles del mapa. Aguantaron en silencio. Vivieron como “seres inferiores”, sin serlo, y existieron como inquilinos en sus propias tierras.
Siendo herederos naturales, jamás ejercieron poder, ni se beneficiaron de los frutos de sus tierras y fueron desplazados a las montañas más frías, a los espacios más recónditos de las selvas, sin esperanzas de sobrevivencia ni sueños de futuro.
Tras siglos de oprobio por fin son visibles y son millones. Los vi en Oruro, en la Constituyente, los escuché por primera vez hablar del país que quieren, de sus tierras, del futuro que sueñan para sus hijos, nietos. Los vi con sus aguayos, sus ajsus, sus polleras, sus abarcas, sus rebozos, sus sombreros de copa, los vi cómo levantaban la mano.
Por fin hablaron los silenciados, los considerados “seres inferiores”, los invisibilizados, los desplazados, los humanos sin futuro, sin ser, sin conocer que los otros no conocían lo que ellos conocen. Escuche a su lidereza, Silvia Lazarte, la escuché con su voz autoritaria, casi dictatorial pidiendo que bajen y levanten la mano para aprobar o reprobar cada artículo de la nueva Constitución Política del Estado. La escuché expresar su pasión ilimitada por Bolivia.
Escuché sus voces, finalmente, sé cómo suenan, sé el timbre que tienen, son roncas y agudas. Antes sólo escuchaba sus voces confinadas en sus canciones, en su folkore, como lo llaman los “cultos”. Primera vez que los escuché hablar del país que quieren, del futuro posible.
Rompieron su silencio y recobraron su memoria. Posiblemente están equivocados. Tienen derecho a equivocarse, acaso los otros, los autodenominados demócratas, ¿no se equivocaron durante siglos?
Los sensibles defensores del protocolo critican sus formas, sus aguayos, sus palabras, sus acullicos, sus ideas. Los juzgan desde su cultura, desde su etnocentrismo. Los descalifican desde sus reglas, desde sus leyes, desde sus 16 constituciones, desde su confort político, desde su ideología. Posiblemente, tienen razón en sus críticas, pero no en su menosprecio.
Los ecos de las voces indígenas persisten, retumban en cada rincón, en cada casa de adobe, en cada pahuichi. Viajarán por el tiempo, serán escuchadas por los que están por venir o ya están en camino, por los que esperan su turno para ser parte del país, de la Bolivia usurpada por aquellos que la quieren como una propiedad privada y no como propiedad pública.
Los hemos escuchado, por fin, hablar de su país, los hemos visto aprobar una Constitución, hicieron lo que los “doctorcitos” en 1826.
Ellos y ellas, quienes vieron durante siglos decidir su suerte desde el otro lado de la barda, ahora saltaron a este lado y son protagonistas. 500 años después, bienvenidos a Bolivia, a la tierra que siempre pertenecieron.
¡Bienvenidos a Bolivia!
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