Tiempos de cambio en el inflexible teatro de la política

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Con frecuencia se ha comparado a la actividad política con el teatro. Comparación razonable, en efecto, si consideramos que en ambos casos se trata de encarnar un personaje, de hacerlo creíble para el público y de transmitir un mensaje con convicción. En ese sentido, los mejores políticos, al igual que los mejores actores, serán aquellos que puedan persuadir a los ciudadanos de que la historia que cuentan es pertinente y plausible. Por “historia”, o relato, corresponde comprender, naturalmente, la visión de país que el político desea compartir. En cierto sentido, esta última es una interpretación del presente y una propuesta para el futuro.

Evidentemente, la comparación sólo tiene fines ilustrativos y no pretende ser una definición rigurosa del ejercicio de la política y el poder. Así, por ejemplo, está claro que las consecuencias de una mala actuación se limitan a una lluvia de críticas acerbas, o cuando mucho, a una severa silbatina. En el quehacer político, en cambio, el precio a pagar por carecer de dotes actorales suele ser mucho más elevado: la irrelevancia, la insignificancia y el olvido. De igual manera, un buen actor atrapado en una obra aburrida o grosera podrá tentar mejor suerte en el futuro; en contraste, un político hábil que no se libere a tiempo de un relato repetitivo o deshonesto terminará siendo blanco del legítimo repudio ciudadano. 
Y sin embargo, dentro de ciertos límites, esta imagen puede ayudarnos a ilustrar bastante bien el escenario político nacional.
Por ejemplo, sería posible explicar la manifiesta irrelevancia de la oposición política. Así, una mirada desapasionada nos llevaría a constatar que sus actores no son necesariamente malos. Algunos tienen al menos la virtud de la constancia y, a fuerza de persistir, han logrado algo parecido a la notoriedad. A pesar de ello, no consiguen suscitar suficiente interés en la ciudadanía. La razón, manifiestamente, está en que no poseen una historia que contar que sea interesante para el ciudadano. Al contrario, dedicados a criticar de manera constante al masismo, han sido incapaces de proponer al país un nuevo relato; uno que permita comprender de otra manera nuestro presente y que plantee una verdadera esperanza de cambio.
En otras palabras, la población no necesita de la oposición para comprender que el partido de gobierno está llevando el país a la catástrofe. Eso es algo demasiado evidente. La permanente crítica al gobierno puede, cuando mucho, generar simpatía, pero en ningún caso adhesión o convicción. Para lograr esto último, la oposición política debe escribir una historia que motive a la ciudadanía y que señale un camino colectivo a seguir, luego del fin del ciclo del MAS.
Esto no significa que la situación del partido de gobierno sea mejor. Al contrario, sin imaginación para renovar su relato, el MAS y su principal e irremplazable estrella nos proponen la misma historia desde hace una década. Con el tiempo, aparte de sus evidentes contrasentidos e incoherencias, el guión oficialista sufre la peor tragedia posible: ya no provoca pasión, a favor o en contra, sino bostezos. Los poderosos se niegan, sin embargo, a aceptar que su mejor hora ha pasado y que pronto, a menos que cambien de estrategia, caerán en el ridículo más patético; como esos viejos artistas que viven de glorias pasadas y que, incapaces de aprender nuevas habilidades, terminan convertidos en una parodia de sí mismos.
Entre un gobierno que no quiere cambiar de libreto y una oposición que carece de ideas para elaborar uno propio, los ciudadanos no tienen otra opción que organizarse, escribir su propia historia y convertirse en actores en el teatro de la política. Quizás corresponde una nueva agenda popular, una que encauce la energía social por la próxima década… En cualquier caso, es urgente plantearlo, pues todos sabemos que esta función, o mejor dicho, ciclo político, termina en 2019, ¿no es cierto?


Ernesto Bascopé
Politologo

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