Constructores de catedrales

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La imagen que tenía frente a mí era simplemente sobrecogedora. Paseando por el viejo corazón de Estrasburgo, al doblar una callejuela medieval, casi de improvisto, acababa de descubrir su legendaria catedral. La estructura de piedra, con la serenidad mineral de las montañas, imponía sin violencia un silencio respetuoso. Su torre, colosal, parecía tan ligera como la bruma otoñal que la rodeaba y se asemejaba, desde mi limitada y humana perspectiva, a un puente hacia el cielo.
Tuve unos cuantos meses para conocer mejor la catedral, durante una feliz época como estudiante universitario en aquella ciudad. Gracias a ese primer encuentro, estudié más de cerca la historia de su construcción, iniciada mil años antes, en un tiempo y un mundo aparentemente ajenos a nuestra experiencia. Como muchos otros que se interesaron en el tema, no pude sino sentir admiración por los anónimos artesanos que, durante siglos, contribuyeron a edificar la catedral.
Trescientos años tardaron en concluir la obra, cortando y puliendo la piedra, trabajando cada detalle con una paciencia infinita. Generaciones enteras de obreros y de maestros pasarían antes de que la catedral tomara forma. Otras tantas desaparecerían sin ver el resultado de sus esfuerzos. Y sin embargo, no hay muestras de que se rindieran o de que aquella sociedad abandonara el esfuerzo, aún en medio de los muchos periodos de crisis que les tocó atravesar. Y creo que en ello reside el secreto de la grandeza de la catedral. No se trata de su impresionante altura, ni de la perfección y armonía de sus proporciones; la catedral es extraordinaria porque representa las mejores cualidades del espíritu humano: la capacidad de soñar, la esperanza inquebrantable, la imaginación invencible.
Quiero creer que el mensaje de esos distantes constructores de catedrales es universal. Me atrevo a pensar que su ejemplo puede atravesar los siglos y significar algo para nosotros, bolivianos, en estos tiempos tan difíciles y tan pobres en ilusiones e ideales.
Bolivia tiene menos de doscientos años de historia. Nuestra nación es relativamente joven. Se trata, además, de un país que enfrentó desde el principio circunstancias extremadamente desfavorables: un territorio inmenso e inconexo, una población escasa y dispersa, estructuras sociales injustas e inhumanas. Junto a ello, debimos hacer frente a la ambición de nuestros vecinos y al gobierno de élites rapaces y mediocres.
Y sin embargo, Bolivia existe. No gracias al azar ni a la bondad de poderes extranjeros, sino al sacrificio de las generaciones pasadas. Es evidente que la construcción del país que soñaron sus fundadores, aquel al que aspiramos, todavía no ha concluido. Quedan, en efecto, muchas tareas pendientes para alcanzar una sociedad de ciudadanos libres con iguales oportunidades. No obstante, sería un error afirmar que no hemos avanzado nada.
Nuestra época no inspira mucha esperanza. Constatamos, en efecto, que la frágil democracia que heredamos parece herida de muerte. Nos embarga también la consciencia de haber perdido, una vez más, el tren del desarrollo, luego de una década de despilfarro de los recursos públicos y de corrupción generalizada. Lo más sencillo sería bajar los brazos, buscar la salvación individual y desentenderse del destino de Bolivia, como quien abandona un barco que naufraga.
Tenemos otra opción, sin embargo. Al igual que esos anónimos obreros de la Edad Media, podemos escoger la esperanza y apostar a que los esfuerzos del presente contribuyan a esa Bolivia ideal con la que soñamos, sin pensar en recompensas inmediatas ni en victorias de corto plazo. Se trata de trabajar para un cambio, humildemente, desde el lugar que nos haya tocado, dando nuestro mejor esfuerzo.
Permítanme el optimismo, pues compruebo con alegría que son muchos los que han decidido seguir el camino de la esperanza. Son los que salen a las calles a exigir justicia y libertad, los que no se contentan con un presente estático gobernado por los de siempre, los que saldrán a las calles este 21 de febrero, para recuperar la democracia. Son mis hermanos y hermanas, modernos constructores de catedrales.

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