América Yujra Chambi
Eran casi las diez de la noche. Miles de pantallas (televisores, celulares) interrumpieron sus habituales contenidos ante el anuncio de “último momento”, dos palabras tan agoreras, pues casi siempre traen agrias novedades que, en los recientes tiempos, han decantado en histerias colectivas. Pensemos nada más en lo que ocurrió el 26 de junio de 2023, aquel día del autogolpe arcista.
Lo que sucedió la noche del miércoles 17 de diciembre, con las obvias diferencias, generó un estado de caos, ansiedad y hasta psicosis en la ciudadanía. Mientras Rodrigo Paz y su gabinete se retiraban de las gradas de Palacio Quemado, las redes y los comentarios en calles reverberaban una palabra: “gasolinazo”.
Faltaba poco para la media noche, pero eso no impidió que las reacciones al Decreto Supremo (D.S.) 5503 emergieran una a una. Aumento de filas en las estaciones de servicio, algunas aglomeraciones en los escasos comercios abiertos a dicha hora, sectores sindicales anunciando medidas (como el incremento de pasajes de transporte), paros y marchas… Tras seis semanas en el poder, el gobierno de Paz había adoptado la primera decisión gubernamental de peso. Las declaraciones de dirigentes y la ansiedad desatada en la ciudadanía avisaban los hechos que sucederían ni bien el movimiento diario de las ciudades comenzaran a primeras horas de la mañana del jueves.
Muchos se enteraron del D.S. 5503 cuando abordaron el transporte que los llevaba a sus cotidianos destinos. Muchos que durmieron procesando la noticia se apresuraron a adquirir los productos básicos de primera necesidad, «previendo el desabastecimiento», me comentó una señora antes de bajar del minibús y discutir con el conductor por el aumento excesivo del pasaje.
La sensación circundante en las calles de La Paz —y en las demás ciudades del país, con seguridad— no era propia de una Navidad tan próxima. Los arreglos, los árboles, las luces resultaban tan inadecuados con la preocupación y la molestia reflejadas en los rostros de los ciudadanos que hacían preguntas válidas —«¿por qué así?, ¿por qué ahora?»—, preguntas que el gobierno no supo responder prontamente.
Llegó el viernes, y la conflictividad ya tenía un matiz mucho más virulento. A la intransigencia y abuso de chóferes y comerciantes, que aprovecharon la psicosis colectiva para incrementar desproporcionadamente los precios de servicios y productos, se sumaron la intolerancia y la agresión entre ciudadanos: quien intentaba explicar o justificar el D.S. 5503 era tachado de neoliberal y parte de la élite “rica” que supuestamente gobierna; quien observaba que la decisión de Paz no era para nada amigable con los grupos más pobres o con quienes viven “al día” era señalado como “masista”.
Mientras pasaban las horas y llegaba el fin de semana, ver crecer los ánimos subversivos, ver conciudadanos atacarse verbal y físicamente, ver la parsimonia comunicativa gubernamental, escuchar las absurdas amenazas de quienes ya deberían estar presos… Todo eso se reduce a tres hechos innegables: nuestra convivencia en armonía sigue siendo frágil y continúa a merced de grupos prebendales y delincuenciales; el sentido de moralidad y conciencia sociales todavía pueden ser manipuladas; el gobierno elegido por la mayoría no puede despegarse de la improvisación ni superar la inmadurez política de algunos de sus miembros.
Ninguna medida o decisión política que perjudique los intereses de criminales puede ser recibida sin resistencia. Ante el estado de devastación económica y energética que ocasionó y dejó el régimen masista, la eliminación de la subvención de carburantes no era sólo una decisión necesaria, sino también obligatoria que el gobierno de Rodrigo Paz debía tomar de forma inmediata. Era inevitable el conflicto con una medida tan antipopular y en plena Navidad, escuché decir por ahí. ¡Qué conclusión equivocada! Por supuesto que era evitable. ¿Qué falló, entonces? Algo tan sencillo como complejo, propio de nosotros, los seres humanos, para todos los ámbitos de nuestra vida: comunicación.
La comunicación es la base de la cooperación y convivencia en los sistemas de organización social. A partir de ella, se construyen las culturas, la historia, el poder político. El pacto o acuerdo entre ciudadanos para vivir en un determinado espacio geográfico donde se respeten y garanticen nuestras libertades y derechos depende mucho de una comunicación eficaz entre todos los involucrados. Es, por decir en palabras cortas, su razón de existencia.
A través de la comunicación expresamos nuestras ideas, nuestras demandas, necesidades; pero también conocemos lo que ocurre con nuestros vecinos, amigos, familiares, conciudadanos. De ahí que, la acción de comunicar, además de ser exclusiva de los humanos, es decisiva para el sostenimiento de las sociedades, su desarrollo y su gobierno.
Para la toma de decisiones políticas y la aceptación de éstas es necesario que la comunicación preexista a éstas; de lo contrario, pueden quedar expuestas a un repudio —que, aunque puede iniciar siendo exiguo, puede tornarse generalizado, debido a la influencia de agentes subversivos con alta capacidad de sugestión de masas— no sólo por parecer ilegítimas, sino por carecer de sentido para la mayoría de ciudadanos.
A través de la comunicación se construye la cooperación humana a gran escala, pero también los relatos —verdades, historias, y hasta mitos— que sostienen la vida social. De otro modo, el desarrollo de sociedades complejas —ya sea por su diversidad o por su alto nivel de polarización interna— se torna casi imposible.
Saltando ya en el campo sociopolítico, la comunicación se convierte en un arma política y social determinante para sostener a un gobierno y materializar el objetivo del pacto ciudadano convivencial. En este estadio, la efectividad de la comunicación política está supeditada a su prontitud y claridad. Parafraseando al historiador Yuval Noah Harari[1] podríamos decir que la “claridad es poder” y quien cuenta la historia (o verdad) de manera más clara, gobierna.
En una era hiperconectada e hiperdigitalizada, donde la ciudadanía está expuesta a sobreinformación, bulos, posverdades que sólo refuerzan sus sesgos cognitivos, la comunicación estatal debe optar por una narración concisa, cierta y verificable. Dar datos, cifras numéricas, o discursos construidos con términos grandilocuentes no son suficientes para que la ciudadanía acepte o reaccione favorablemente ante una decisión política, más aún cuando ésta dispone el curso de su vida cotidiana.
Para que una decisión sea aceptada debe ser entendida; para que sea entendida, debe tener sentido para los ciudadanos, tanto a nivel individual como colectivo. Al respecto, Harari señala que el sentido se crea cuando “muchas personas entretejen conjuntamente una red común de historias”. Este tejido sólo es posible a través de la comunicación, un proceso en donde se expone lo propio y se conoce las realidades ajenas.
Todos tenemos derecho a expresar aceptación o rechazo a determinada medida gubernamental. Pero, al vivir en sociedad, debemos cumplir los alcances del pacto de convivencia que tanto tácita como expresamente hemos aceptado. Sólo una comunicación enmarcada en los preceptos indicados supra es compatible para ello. Así pues, comunicar nuestras demandas, nuestro beneplácito o negativa, parte de usar el lenguaje apropiado y de ser conscientes de nuestra realidad y de nuestros interlocutores.
¿Bloquear un puente troncal, lanzar piedras o basuras, amenazar el libre ejercicio de derechos, adoptar decisiones que rayan en la comisión de delitos (incremento arbitrario de precios, especulación, etc.), podrán acaso garantizar una comunicación eficaz? La respuesta es inequívoca: no, porque ninguna de ellas proviene de una conciencia o conocimiento interno y externo, menos coincide con la construcción social a partir de la cooperación y reconocimiento colectivos.
Los gobiernos, siguiendo los razonamientos hasta aquí expuestos, también requieren de una estrategia comunicacional integradora, planificada y empática con sus gobernados. Cualquier decisión a tomarse debe ser transmitida con la suficiente antelación, no sólo para prever las amenazas que condicionen su efectivización, sino para no destruir ese entretejido social que siempre está en construcción y del cual depende la convivencia y la paz social. No basta con exponer datos, relatar historias, apelar a los sentimientos; también importa que el mensaje a comunicar esté sostenido de evidencias, pruebas fácticas y visibles, que esté acompañado de acciones que condicen con lo que se comunica y que no dejan espacio a especulaciones, susceptibilidades que permitan el aumento de polarización y conflictividad existentes.
Pero, además, la estrategia comunicacional gubernamental debe trabajar en dotar de sentido a sus decisiones; de otra manera, los receptores de sus mensajes —los ciudadanos— no entenderán el alcance de las medidas, ni estarán motivados a aceptar desafíos y/o sacrificios que éstas conlleven.
La labor comunicativa estatal exige también que el mensaje esté acompañado de verdad y sinceridad. Para ello, es importante que se eviten las disonancias cognitivas; dicho de otro modo, que las palabras del emisor —presidente, ministro, etc.— coincidan con los hechos o con el objetivo que se pretende alcanzar con el contenido del mensaje. Si se habla de crisis económica y necesidad de austeridad, los gobernantes no pueden quedar exentos de hacer sacrificios. Si se evoca a la construcción de acuerdos y consensos, los gobernantes no pueden hablar desde la soledad de sus edificios, acompañados sólo por sus símiles.
El gobierno de Rodrigo Paz carece de estrategia comunicacional. De tenerla, los efectos del D.S. 5503 hubiesen sido otros. Con esto no quiero decir que no existirían conflictos o desacuerdos; ambos son parte de las dinámicas sociales, incluso desde los primeros años de la vida humana en las primeras comunidades. Si el gobierno hubiese pensado en la comunicación como lo que es —un arma política que puede legitimar o deslegitimizar— la ciudadanía no estaría padeciendo de la conducta ilegal de dirigentes, comerciantes, chóferes y otros; la psicosis social no habría opacado la esperanza y la sensación de certeza hacia el futuro que abrazaron muchos ciudadanos luego de las elecciones del pasado agosto. Menos aún, los grupos sindicales/sociales afines a los culpables de la devastación de nuestro país no tendrían razones para movilizarse.
La deficiencia comunicativa del gobierno en funciones ha sido contenida por la conciencia social de muchos ciudadanos. En las horas y días siguientes al mensaje nocturno del miércoles 17 de diciembre, fueron éstos quienes se encargaron de comunicar, explicar los alcances y motivos del D.S. 5503. Fueron ellos quienes le dieron sentido a esa decisión que, indudablemente, afectará a todos, pero, sobre todo, a personas vulnerables y de escasísimos recursos económicos. Dada la profunda crisis económica-energética, no había otro camino, era y es necesario. Sólo por esta razón suman más los apoyos que los rechazos. Pero esto no exime la responsabilidad del gobierno de Rodrigo Paz por su actitud improvisada, poco planificada y hasta negligente al abordar las primeras medidas para el salvamento de nuestra moribunda economía.
Recuperar nuestro país después de un régimen de 20 años de despilfarro, corrupción, desinstitucionalización, violación de derechos y libertades no será fácil; sin embargo, las decisiones que se requieren para hacerlo deben ser tomadas con prontitud, responsabilidad y conciencia social. Son conocidas las enfermedades que padece Bolivia, y mientras más pronto se apliquen los tratamientos idóneos, su recuperación tiene mayor posibilidad de ser exitosa. Pero, todo tratamiento debe ser informado, prevenido, planificado, incluso consensuado (de ser posible).
“Todas las desgracias de los hombres provienen de no hablar claro”, escribió Albert Camus en La Peste; me permito añadir que las desgracias de las sociedades y los gobiernos son resultado de no saber comunicar ni usar debidamente la comunicación. La convivencia en sociedad, el respeto de nuestros derechos y libertades depende tanto de la ciudadanía —al comprender y entender a los otros y sus realidades, así también las consecuencias de nuestros actos— como del gobierno —al construir mensajes que expliquen, justifiquen, avalen y den sentido a sus decisiones, y marcar su posicionamiento frente a los grupos que pretendan atentar contra la sociedad—. No hacerlo de ese modo será un error, un error que será bien recibido por los grupúsculos masistas que no perderán las ansias de venganza, desestabilización y de recuperar el poder.
América Yujra Chambi es abogada.
[1] Para ahondar el tema de la comunicación humana, su desarrollo, el manejo de información y los demás criterios expuestos desde la perspectiva de Harari, véanse sus libros, específicamente Sapiens (2015), Homo Deus (2016) y 21 lecciones para el siglo XXI (2018).

