Windsor Hernani – Consecuencias del fallo de incompetencia de la CIJ

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El 24 de septiembre de 2014, la Corte Internacional de Justicia (CIJ) emitió un fallo que marcó un punto de inflexión en la historia diplomática de Bolivia. Por catorce votos a favor y dos en contra, el tribunal se declaró competente para conocer la demanda que buscaba obligar a Chile a negociar una salida soberana al océano Pacífico.

El gobierno chileno de Michelle Bachelet asumió la decisión con cautela y con el compromiso de trabajar para defender sus intereses. Mientras tanto, el gobierno boliviano de Evo Morales celebró la determinación como una victoria histórica, sumergiendo al país en un éxtasis colectivo, que derivó además, entre los que trabajaban en el tema, en un excesivo triunfalismo y en la falsa percepción de que el camino hacia el océano Pacífico estaba allanado.

A pesar de haber transcurrido más de una década desde aquel primer fallo, se ha escrito poco o nada con rigor académico —desde una perspectiva histórica y jurídica— sobre ese hecho y sobre la sentencia definitiva de la CIJ que en 2018 desestimó la demanda boliviana.

Dejando de lado el fondo de la demanda y centrándonos en este primer paso para acceder a la Corte, es crucial entender el dilema que esto implicaba, ya que de él se derivaron consecuencias trascendentes.

Para poder acudir a la CIJ, Bolivia debía ratificar el Pacto de Bogotá, también denominado Pacto Interamericano de Solución Pacífica de Controversias. Sin embargo, ello implicaba evitar la causal de incompetencia prevista en el propio pacto, la cual determina que no podrán ser sometidos al conocimiento de la CIJ los asuntos ya resueltos por tratados vigentes (artículo VI). La disposición era inequívoca y se basa en el principio general del derecho de cosa juzgada; ya que por razones de lógica y practicidad, un tema resuelto por las partes no puede ser objeto de litigios posteriores y, por ende, escapa a la competencia de la Corte.

El Tratado de 1904, que fijó las fronteras después de la Guerra del Pacífico, era precisamente ese tipo de acuerdo. Según las reglas del Pacto de Bogotá, la CIJ no podía tomar conocimiento de asuntos ya zanjados por un tratado vigente, a menos que los fundamentos de la demanda se basara en algo ajeno a él.

Bolivia no tenía opción para que la Corte admitiera el caso, debía evitar cuestionar el Tratado de 1904. Al final, esa fue la decisión que se tomó, y tuvo consecuencias trascendentes. Durante más de un siglo, la diplomacia boliviana —al menos en su línea reivindicacionista— había sostenido que el Tratado de 1904 era injusto por haber sido firmado bajo presión. No obstante, para tener la oportunidad de ir a la Corte, tuvo que aceptar expresamente durante los alegatos, tanto escritos como orales, su validez.

Así, en 2012, la Asamblea Legislativa Plurinacional boliviana ratificó el Pacto de Bogotá, tras un complejo juego jurídico de objeciones e interpretaciones con Chile, asumiendo todas las obligaciones del Pacto, sin reserva o interpretación alguna.

Es de lógico entendimiento concluir que los técnicos que trabajaban en el tema eran conscientes de las consecuencias, pero cabe preguntar: y ¿las autoridades políticas, el presidente, el canciller y el Consejo de Reivindicación Marítima, comprendieron plenamente que estaban dejando de lado el argumento histórico y moral de la ilegitimidad del tratado?

La respuesta certera no la sé, pero por sentido común dudo que el entonces presidente Morales y su canciller Choquehuanca hayan tenido plena conciencia de las implicaciones.

En 2018, la CIJ emitió su fallo final en contra de la petición de Bolivia. No solo dictaminó que Chile no tenía la obligación de negociar, sino que, al no haber sido impugnado y por el contrario haber sido expresamente reconocido, el Tratado de 1904 quedó plenamente vigente como la base legal  para las relaciones entre ambos países.

Han transcurrido once años de aquel fallo inicial y ocho de la sentencia final, y persiste un inexplicable hermetismo, se ha impuesto un candado de confidencialidad a toda la documentación de los dos juicios internacionales. En ese marco de silencio, la pregunta inevitable es: ¿porqué? ¿Que se pretende esconder?

Windsor Hernani Limarino es economista y diplomático

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