Andrés Gómez Vela
El biólogo molecular argentino Estanislao Bachrach dijo una vez: “Los pensamientos son energía, tienen ondas eléctricas, y los patrones de los pensamientos negativos son distintos a los de los optimistas”. En otras palabras: el pensamiento positivo no solo transmite energías constructivas, también puede sincronizarse con otros cerebros que vibran en la misma frecuencia.
Hoy, un pensamiento positivo recorre las cabezas de millones de electores bolivianos que este domingo 17 de agosto irán a las urnas: el fin del ciclo del masismo. El ánimo social ha cambiado de vereda, empujado por la crisis económica y el hastío ante la corrupción.
Las encuestas muestran que solo falta resolver quién llegará primero. Desde junio, Jorge Quiroga y Samuel Doria Medina están técnicamente empatados. Probablemente han tocado techo. Es improbable que alguno gane en primera vuelta; solo un escándalo monumental podría hundirlos.
La verdad incómoda es que la sociedad no está entusiasmada con la oferta opositora. El país pedía un rostro nuevo, pero el mercado electoral ofreció a los mismos de siempre. En parte, por eso Rodrigo Paz crece: su compañero de fórmula, el outsider Edman Lara, le da un aire fresco. Si las tendencias se mantienen, podrían sorprender en La Paz.
A estas alturas, muchos electores han optado por conformarse con lo disponible y “deshojar margaritas” entre los candidatos de derecha. Un día apoyan a uno, al siguiente a otro, y horas después a un tercero. Las lealtades son volátiles, las percepciones cambian en minutos.
El desencanto es fuerte: buena parte del electorado conoce tan bien a los postulantes que desconfía de todos. Pero cuando está a punto de resignarse, recuerda la crisis, la corrupción, el desgaste… y vuelve a revisar el catálogo electoral. Consulta a amigos, familiares, vecinos. Muchos de estos decidirán el mismo 17.
Hay, sin embargo, algo más profundo: una decisión silenciosa de no entregar mayoría absoluta a nadie. Es un mecanismo intuitivo de control político, un mensaje claro: “Nunca más mayoría absoluta”. La experiencia demostró que concentrar todo el poder en un partido termina traicionando a quienes lo otorgaron: los electores.
La campaña reveló otro síntoma preocupante: los “guerreros digitales” de algunos candidatos son tan intolerantes y enemigos del pluralismo como los fanáticos del masismo. No admiten crítica alguna: ante una opinión contraria, responden con insultos y descalificaciones. Si así actúan como aspirantes, imagínalos en el poder: replicarían las mismas prácticas antidemocráticas de quienes se van.
La primera vuelta definirá el Parlamento. Es probable que ninguna fuerza logre los 19 senadores para controlar la Cámara Alta ni los 69 diputados para dominar la Baja. Los bloques tendrán que entenderse, especialmente si el que gane en segunda vuelta no es el mismo que obtuvo más parlamentarios en la primera.
Y eso no es malo. La democracia no consiste solo en elegir gobernantes: es un sistema para garantizar derechos fundamentales, como la libertad de expresión y la protección de las minorías, mediante instituciones independientes. La mayoría aplastante, en cambio, destruyó la institucionalidad, subordinó poderes y nos dejó con magistrados autoprorrogados y autoridades sin méritos.
Como advirtió Robert Dahl, la democracia se sostiene sobre dos dimensiones: el debate público y la participación política. La tiranía de la mayoría impidió que ambas coexistieran. Hoy, la sociedad parece haber aprendido la lección: no más mayorías absolutas, sino pactos.
Pacto para que el interés nacional prime sobre el interés de grupo. Consenso para que los ciudadanos podamos vigilar y cuestionar sin represalias. Acuerdo para que los poderes se controlen entre sí. Pacto para que el periodismo no reciba premios ni castigos según su línea editorial.
Ese es el pensamiento positivo que hoy se expande como una onda eléctrica colectiva: la convicción de que la democracia solo funciona como convivencia. Y esta vez, parece que la corriente va en serio.