América Yujra Chambi
Los escándalos políticos y jurídicos siempre resuenan con fuerza durante los primeros momentos de su exposición. Se convierten en el tema del momento, y las conversaciones —internas y externas— al respecto se alimentan de escarnio, de recordatorios insidiosos. Aunque dentro del origen de tal vergüenza lo que menos se escucha son autocríticas.
El denominado “consorcio judicial” —que, dicho sea de paso, no es el primero que se descubre— acaparó la atención de casi todo el mundo litigante en La Paz. No es difícil imaginar que lo mismo debió haber ocurrido en los restantes distritos judiciales. Quizá acá lo diferente estuvo en las “facciones” que se formaron entre abogados, funcionarios y otros individuos involucrados en el quehacer judicial diario.
Unos salieron en apoyo del expresidente del Tribunal Departamental de Justicia de La Paz, Iván Córdova; otros, del magistrado suplente Iván Campero; otros clamaron por el exministro César Siles. Otros sólo se estrellaron contra Claudia Castro, tal vez lo más fácil, pues, a diferencia de los demás involucrados, el descaro, la conducta antiética y la prevaricación de la exvocal se conocen desde hace tiempo. Un último grupo se limitó a señalar a los sujetos en cuestión como los únicos “corruptos”.
Para poner hechos sobre las palabras, voy a compartir algunas situaciones peculiares que presencié hace algunos días.
Esperaba mi turno dentro de una colmada plataforma de atención. Para hacer más pintoresca la escena de ansiosa paciencia, pocas ventanillas atendían las fichas, el sistema informático estaba lento. En fin, tocaba esperar. Delante de mí, dos abogados conversaban animadamente. Ante la demora, se quejaban ruidosamente. Uno de ellos fue bajando su tono a medida que veía algo en su celular. “Están afuera esperando la audiencia, parece que ya comenzó”—dijo, mientras le mostraba la pantalla a su compañero. “Terrible el trato que le dieron al doctor.” —comentó el otro. “A los dos” —remarcó el primero. “Tienen trayectoria conocida, ya no hay seguridad. (Es) lamentable” —concluyó el segundo.
Hablaban de Córdova y Campero. Prosiguieron su charla, haciendo énfasis en que la culpa de todo el escándalo recae en jueces y abogados “corruptos” que se aprovechan de la buena voluntad de personas de “intachable imagen”. “Se sabe cómo actúa la Castro” —afirmó uno. “La justicia tiene que cambiar” —convinieron ambos.
Una hora después, aproximadamente, me topé con el segundo abogado dentro de un juzgado. Hablaba con el oficial de diligencias. Le dijo al funcionario la hora en que lo recogería al día siguiente. A tiempo de entregarle el expediente, puso algo entre las primeras hojas. “Por las molestias y para las fotocopias”, le indicó a modo de despedida.
Al día siguiente, si mal no recuerdo, coincidí con el primer abogado en fiscalía. Estaba junto a una señora de edad avanzada. Se alejó para acercarse a una ventanilla, tras escasos dos minutos, regresó y le indicó —palabras más, palabras menos— a la mujer: “Tiene que esperar, cuando ya lo tenga firmado, le entregará los requerimientos. Tiene que reconocerle, nos está haciendo el favor porque me conoce”. Continuó dando más indicaciones en voz baja, luego se retiró. La mujer se quedó con un semblante nervioso y resignado.
Quizá ambos relatos parezcan insignificantes, incluso quienes ejercen la abogacía los encontrarán normales, cotidianos. Evidentemente, situaciones iguales o peores suceden en cada juzgado, en cada oficina fiscal; aquí en La Paz y en cualquier otro departamento. Sin embargo, en éstas trivialidades se puede evidenciar que el estado de nuestra justicia no es responsabilidad sólo de las altas magistraturas, tampoco de su fallida ingeniería constitucional. La debacle de nuestro sistema judicial es consecuencia de una lacerante corrupción y una profunda crisis de valores éticos y morales en gran parte de los profesionales del Derecho.
Hemos de ser honestos, se ha puesto todo el peso del fracaso y la podredumbre a los magistrados, a los altos tribunales (Tribunal Supremo de Justicia, Tribunal Constitucional Plurinacional, Consejo de la Magistratura), como si el sistema de justicia sólo estuviese integrado por éstos. ¿Qué hay de los vocales departamentales, jueces, fiscales y los demás funcionarios? ¿Y los abogados? Todos son parte del sistema de justicia, y todos —de una u otra forma— somos responsables.
La abogacía es una actividad delicada. Cualquier acción que se haga en nombre de su ejercicio —desde presentar un memorial, emitir un alegato, redactar una apelación o una acción de defensa constitucional— puede producir graves consecuencias sociales y hasta políticas. Muchos olvidan este extremo y se limitan a satisfacer las pretensiones (justas o no) de sus patrocinados o a buscar notoriedad mediática.
Desde los primeros años de la carrera de derecho se nos enseña que el “deber ser” se impone al “ser”. Es decir, las normas —el “deber ser”— determinan la forma de los individuos, es decir, dictan cómo éstos deben actuar (o no) dentro de la sociedad. En el caso de los abogados, el mandato normativo es tanto ético como jurídico. Lamentablemente, la ética es lo que escasea en el ejercicio de la abogacía.
Hace un año, tres, cinco, diez o veinte, los consorcios siempre han existido. Sorprendernos y alarmarnos por el de reciente descubrimiento es patético e insulso. Conviene, pues, decir las cosas tal cual son, empezando por reconocer lo que sucede, desde las cosas más simplonas (como entregar dinero a funcionarios judiciales, valerse de “favores” pendientes o la doble moral e hipocresía de muchos abogados) hasta las más complejas que, aunque son conocidas, siguen ocurriendo desde las sombras.
El “equipo” de Castro, Córdova, Campero, Lea Plaza, etc., no es el único. Al interior de cada distrito judicial existen grupos conformados por abogados, jueces, fiscales, investigadores y otros funcionarios judiciales de bajo rango que trabajan a nombre de quien los busque o solicite su “ayuda”. Para mayor éxito en sus objetivos, tienen a mano médicos, peritos, garantes y testigos falsos. Es sabido dentro del mundo litigante, por ejemplo, que los sorteos de causas (nuevas, acciones constitucionales) pueden ser manipulados para “caer” a un juzgado o una sala específicos. Basta conocer los “contactos” adecuados. Se sabe también que abogados, fiscales e investigadores tienen acuerdos conjuntos; por eso, una gran cantidad de procesos de tránsito, sustancias controladas o violencia son llevados por letrados u oficinas legales específicos.
También es sabido que, para lograr un rechazo, un sobreseimiento, una conciliación o un generoso procedimiento abreviado se debe “charlar” con la o el fiscal a cargo. A veces, son ellos quienes toman la iniciativa; a través de sus asistentes, contactan a los abogados y les ofrecen posibles “salidas”.
Lo hasta aquí relatado sólo son algunos ejemplos de lo que se ve y vive a diario en estrados judiciales. Progresivamente, muchos abogados se han acostumbrado a las malas prácticas, al ejercicio mediocre de una profesión que debería ser altamente ética y comprometida con la justicia. En lugar de ello, la gran mayoría de abogados se sienten cómodos quebrantando la ley, los valores y principios deontológicos. Para ganar un caso, dedican su tiempo y esfuerzo en establecer contactos con los “círculos de poder”. Y aunque es inequívocamente reprochable, son éstas las prácticas que más se aplauden y admiran dentro del mundo litigante. A veces, vale más un abogado por sus “contactos” que por su experticia o su capacidad intelectiva.
Mucho se habla de establecer una regulación ética con sanciones severas para los “malos” abogados y jueces. No basta con ello. Si durante una gran parte de su vida un hombre —o una mujer— ha vivido mintiendo, sobornando, engañando, actuando de manera reprochable o inmoral, su actividad profesional la realizará de la misma manera. No puede separarse el “ser” en dos, es decir, uno para un ámbito personal y otro para el profesional. La corrupción, la antiética —entendidas ambas desde su amplitud, no sólo como fenómenos sociopolíticos— provienen desde el interior de cada persona. Así, la corrupción institucional o macrocorrupción (un consorcio judicial, por ejemplo) se origina en el microespacio intrapersonal, repercutiendo en las relaciones interpersonales y, en un corto o mediano plazo, con consecuencias en un específico funcionamiento institucional (Órgano Judicial).
Antes de terminar éste artículo, quiero hacer algunas puntualizaciones sobre lo que dejó el “nada nuevo” consorcio judicial. Además de haber expuesto la ausencia de valores éticos, también remarcó:
- El fracaso del modelo de elección de magistrados, debido a la inexistencia de filtros adecuados en la fase de revisión de documentos y calificación de méritos.
- La sumisión de los magistrados y tribunales de justicia a los designios del poder político: en un vano intento de resaltar una independencia ficticia, Romer Saucedo, presidente del Tribunal Supremo de Justicia (TSJ), señaló que el exministro de justicia actuó “a título personal” dentro del consorcio. Argumento poco creíble. Pregunta sencilla: ¿quién o quiénes se beneficiaban con la cesación de la magistrada Fanny Coaquira? Ciertamente, no Siles. Pero sí Iván Campero, y también el régimen. El masismo —aunque siga mostrándose confiado en que será capaz de romper estadísticas y tumbar toda la teoría política sobre estrategias y campañas electorales para ganar el 17 de agosto— está preocupado por la posible pérdida de su sigla y los juicios que se tendrían que iniciar en contra de Evo Morales, Luis Arce y demás funcionarios azules. Así las cosas, tener un aliado o “contacto” al interior del TSJ es un buen salvavidas. Campero le vendría muy bien.
- El régimen continúa vulnerando la independencia judicial: el gobierno de Arce, al igual que el de Morales, está acostumbrado a intervenir dentro de los altos tribunales de justicia. Iván Lima, antecesor de Siles, también se involucró en varias actividades del TSJ y del Tribunal Constitucional Plurinacional. Sabía las fechas en que saldrían algunas sentencias o autos, daba directrices sobre cómo debían ser resueltas algunas acciones constitucionales. Se mostró cercano a los magistrados autoprorrogados René Yván Espada, Gonzalo Hurtado, Paul Franco, Ricardo Torres, entre otros. Pero, además, también se inmiscuyó dentro de los tribunales departamentales de justicia: se reunía con vocales y jueces, los contactaba de forma personal o por medio de terceras personas con órdenes y ofrecimientos diversos. César Siles continuó tan “dedicada” labor.
La causa principal de la devastación de la justicia boliviana se encuentra en el incumplimiento de las normas éticas por parte de sus miembros, quienes dejan de lado el “deber ser” para actuar como realmente “son”. En consecuencia, la justicia termina adoptando la forma (el “ser”) de éstos. El sistema judicial es corrupto porque está conformado por abogados, jueces, fiscales, vocales y magistrados corruptos. El sistema judicial es todo menos justo porque quienes lo ponen en funcionamiento no actúan con justicia. Ninguna reforma prosperará mientras sigan existiendo abogados que sobornan por una notificación; que se prestan a conformar “consorcios” o a ir en contra de la democracia con acciones constitucionales irrisorias; jueces y vocales que actúan junto al poder político; magistrados cobardes que se ocultan detrás de una falsa fachada de independencia e integridad. Conclusiones simples, pero devastadoras dan cuenta que para restaurar la justicia en Bolivia no serán suficientes ni reformas constitucionales ni modificaciones normativas. El camino es largo y sinuoso. Y aún no se ha empezado a recorrerlo.
América Yujra Chambi