América Yujra Chambi
Varios han sido los análisis y repercusiones después de aquella emboscada disfrazada de conferencia de prensa en el Despacho Oval de la Casa Blanca, donde Donald Trump y su vicepresidente-fan J.D. Vance atacaron a quien consideran inferior a ellos: Volodímir Zelensky. La coincidencia mayoritaria es que Trump siempre será Trump: un tipo deslenguado, feral, grosero y ofensivo; y, además, hace lo que quiere porque tiene el poder para hacerlo.
No hay dudas de que Donald jamás cambiará las formas que le conocimos desde que apareció en la escena política mundial. Tampoco dejará sus simpatías hacia criminales de guerra, personajes con quienes comparte un narcisismo peligroso y una obsesión patológica por el control mundial. La interrogante que salta tras aquel “momento televisivo” del trumpismo tiene por motivo el poder. ¿Realmente el poder político que tiene Trump le da licencia para humillar e imponerse a quien quiera? Una palabra que usó tanto al inicio como al final de ésa emboscada nos da la clave para intentar dar respuesta.
En aquel show, Trump la uso al inicio para vaticinar lo que veríamos en los casi 50 minutos que duró aquella transmisión. “Do you want me to be tough? I could be tougher than any human being you’ve ever seen (¿Quiere que sea rudo? Podría ser más rudo que cualquier persona que han visto)”, dijo. Y sí, fue rudo, severo y hasta cruel.
Cerca al final de la encerrona, Trump la volvió a usar, esta vez para ridiculizar a Zelensky: “I’ve empowered you to be a tough guy and I don’t think you’d be a tough guy without the United States (Te he empoderado para que seas un tipo duro y no creo que lo serías sin los Estados Unidos)”.
Tough. Un adjetivo polisémico; se traduce del inglés como duro, severo, terco, difícil, fuerte, tenaz, recio; un significado concreto dependerá de lo que se quiera expresar. Sin embargo, la combinación tough guy describe a una persona con resiliencia física y emocional, capacidad de resistir y sobreponerse de situaciones críticas, traumáticas o de extrema presión (derrotas, infortunios, enfermedades, etc.)
Para Trump sólo tiene un único sentido: rudeza. Para Trump, un tough guy es un hombre duro, provocador, calculador, soberbio… Para Trump, sólo hombres con esas “cualidades” merecen respeto. Para Trump, sólo hombres como él y su buen amigo Vladímir Putin son dignos de tener el poder.
Quizá para sus actividades principales (negocios y villanías), la severidad y la rudeza funcionan, pero no sucede lo mismo en el ámbito de la administración de Estados. Hace tiempo que el poder político ha dejado de ser sinónimo de violencia o imposición. Al menos así lo demuestra la línea teórica de su conceptualización. Veamos tres posiciones que, aunque no son coincidentes temporalmente, de alguna forma son complementarias entre sí y han guiado diversos estudios y análisis.
Thomas Hobbes fue uno de los primeros en entender el poder partiendo de dos palabras clave: imposición y violencia. Para el autor de Levithan, el poder se concentra en una sola persona (rey) o en una única institución (monarquía), quien se encarga de determinar (controlar) la comunidad política. Los individuos restantes (súbditos) obedecen a ésa figura porque es necesario para su sobrevivencia. Por ello, transfieren sus derechos (a ejercer el poder, principalmente) al gobernante, otorgándole a éste un derecho absoluto para detentar el poder político. El poder se convierte en una propiedad exclusiva de quién lo concentra.
Muchos años más tarde, Max Weber se apartó de la idea hobessiana del poder personalizado heredado o transferido; señaló que éste no es propiedad de nadie, sino que se encuentra en las instituciones de gobierno. Mantuvo en su teoría la relación “dominación-obediencia”, pero le agregó una característica que matiza la radicalidad de la conclusión de Hobbes, pues la transmisión de derechos y libertades individuales genera su legitimidad.
Tanto en Hobbes como en Weber el monopolio de la violencia a cargo de la autoridad es necesaria para la materialización del contrato tácitamente suscrito entre los actores sociales. Pese a sus diferentes posturas, ambos sentaron las bases para la conceptualización clásica del poder: una capacidad para influir en determinados individuos y hacerlos obedecer o actuar de forma específica. Para Hobbes, los individuos obedecen por un deber moral (sobrevivir, protegerse). Para Weber, lo hacen por un deber social (convivencia).
Resumamos: Hobbes entendió al poder como un medio de coacción-coerción, fundamentado por su posesión exclusiva y transmisible. Mientras que para Weber el poder es la imposición de una voluntad (conformada a partir de otras) que no admite resistencia alguna, basada en la legitimidad y aceptación generadas en una relación social previa.
Siglos después, apareció una visión del poder totalmente diferente. Hannah Arendt[1] partió de conceptualizarlo separando todas sus acepciones sinonímicas: fuerza, autoridad, violencia. Para esta brillante filósofa política, el poder comienza con la autorización que brinda una comunidad a uno o varios individuos o instituciones en conjunto; no pertenece a nadie ni su ejercicio es exclusivo e indefinido. El poder otorgado, previa aquiescencia de la pluralidad social, se convierte en una condición de autoridad o mandato; para su obediencia no requiere ni violencia ni miedo.
Arendt agregó algo más: el poder es un mandato de autoridad, pero también es una capacidad para actuar concertadamente, mediante la comunicación entre quienes se convierten en autoridades y quienes lo reconocen como tal. Así, el poder debe generar diálogo y debate entre todos los que componen la estructura sociopolítica de los Estados.
En pleno siglo XXI, la visión tradicional mantiene su preponderancia. En las coyunturas locales y mundiales, cada vez son más comunes el derrape de los populismos y el establecimiento de autoritarismos blandos vía mecanismos democráticos. Políticos, partidos, agrupaciones, ciudadanía continúan viendo al poder como un recurso o medio para lograr fines particulares, como una posición de privilegio e impunidad.
Quizá del concepto tradicional puede extraerse las cualidades instrumental y posicional. Ciertamente, el poder es un recurso para obtener determinados resultados, y es también un estado preferencial sobre otros. Sin embargo, los resultados no pueden ser propios o particulares, sino colectivos, en beneficio de toda la sociedad; y la posición es más de responsabilidad que de simple superioridad.
Antes que otra cosa, el poder es una relación entre Estado (instituciones-gobernantes) y ciudadanía. No es monopólico ni “propiedad” de un solo individuo o grupo. Siguiendo a Arendt, es una capacidad para posibilitar convivencia, seguridad y libertad en la sociedad; capacidad que no es ajena a los ciudadanos, pues a través de ellos se generan los contrapoderes necesarios. Por su parte, en los gobernantes, ésa capacidad les permite crear o seguir estrategias que posibiliten eficiencia en el ejercicio del poder que les fue delegado.
Muchos países están enfrentando diversas crisis (políticas, económicas, ambientales, sociales, ideológicas, geopolíticas…); pero una gran mayoría de ellas han sido propiciadas desde sus propios gobiernos. ¿Por qué? Uno de los factores es la vigencia del concepto tradicional del poder. Sigue viéndose como una estructura vertical, como un mecanismo de imposición, coerción, amenazas, beneficios, repartija de ventajas y ganancias entre “amigos”.
Los desafíos y problemas urgentes a resolverse requieren no sólo de propuestas o nuevos liderazgos, también de una nueva conceptualización del poder político: un poder de servicio, que funciona en forma de red, permitiendo interacción dinámica, horizontal y adaptable entre la autoridad o instituciones que lo ejercen (por delegación/representación) y sus mandantes.
El poder depende de quienes lo construyen o adjudican; si éstos actúan guiados por intereses particulares y anulan a otras formas de poder o comunicación, se deforman los modelos de Estado y gobierno. Así surgen los tiranos, los autoritarismos y otras degeneraciones. Por eso, se necesitan líderes que sepan manejar la influencia, la persuasión y la negociación para propiciar beneficios colectivos, no propios; líderes conciliadores, verdaderos pacifistas, con empatía y un alto grado de conciencia social.
El poder político no es para tough guys trumpianos, dictadores, populistas, insolentes y hocicones, mucho menos es una carta blanca para “hacer lo que se quiera”; es para líderes que sepan comunicar y escuchar a quienes están dentro como fuera de sus fronteras. De otro modo, la visión tradicional del poder mantendrá su vigencia y seguirá generando crisis en cada Estado y un desequilibrio irreversible en el orden mundial.
Autoridad, fuerza e imposición continuarán siendo sinónimos de poder; sin embargo, los conflictos o desastres que se produzcan en su ejercicio no será por ésos rasgos, sino por la visión degenerada que los políticos y sus partidarios manejan. Como dijo George Bernard Shaw: “no es cierto que el poder corrompa, es que hay políticos que corrompen al poder”.
[1] Arendt, Hannah. (1969). Crisis de la República. Taurus.
América Yujra Chambi es abogada.