Jano —o Ianus— fue un dios muy venerado en la Antigua Roma. En el panteón romano fue representado como una figura humana con dos rostros, llevaba un bastón en la mano derecha y una llave en la izquierda.
Por esos objetos fue conocido como el “dios de los umbrales” o “portero del universo”. Mientras que por su rasgo bifronte fue denominado “dios de la transición” o “de los inicios”, pues se creía que, al mirar el pasado y el futuro, permitía el cierre y el comienzo de las cosas.
Además de las kalendas —ceremonias que se celebraban el primer día de cada mes—, los romanos le ofrendaban todos los “inicios” que acontecían en sus vidas: las bodas, de las cosechas, de una construcción, o incluso de una guerra.
En el año 46 a.C., y en honor a Jano, el emperador Julio César denominó “ianuarius” — o enero, traducido del latín— al primer mes del Calendario Juliano, mes que los romanos celebraban con oraciones, ofrendas y regalos mutuos, auspiciando un “buen inicio” para todas sus actividades. Fue tal la importancia de este dios que su culto duró más de mil años; se extendió hasta mucho después de que el cristianismo se impusiera como religión oficial en Roma.
Aunque en la actualidad ya no se hacen ofrendas a Jano, sí se conserva la antigua creencia romana sobre “ianuarius”: el comienzo de una nueva etapa, un mes que emula un período bueno, favorable y exitoso en todas las circunstancias y para todos los escenarios.
Tras lo acontecido en dos espacios geográficos de nuestro continente, ni exitoso ni favorable ha sido el enero que terminó hace escasos días, principalmente para el sistema que la gran mayoría de países del mundo ha adoptado como forma de gobierno. Sí, me refiero a la Democracia.
Venezuela, primer espacio geográfico. Fecha, 10 de enero. El dictador Nicolás Maduro juró por tercera vez como presidente, pese a haber perdido en las elecciones del 28 de julio de 2024. En un acto de posesión breve, rodeado sólo por su entorno más cercano —incluidos dos de sus amigos más fieles (Miguel Díaz Canel y Daniel Ortega)—, bajo un espacio aéreo cerrado, con las calles adyacentes al Palacio Legislativo controladas por grupos militares y paramilitares, el heredero de Hugo Chávez declaró a su nuevo mandato como el “período de la paz, la prosperidad, la igualdad y de la nueva democracia”.
Cinco días después, Maduro anunció la creación de una comisión para reformar la Constitución chavista de 1999 y ordenó a sus fuerzas armadas a “aceitar los fusiles” para eliminar a los “mercenarios” que, según él, son enviados por el “imperio” y por los países que no avalaron su fraude electoral.
Ni las constantes y múltiples movilizaciones ciudadanas dentro y fuera de Venezuela; ni los esfuerzos casi titánicos de Edmundo González, María Corina Machado y otros opositores al régimen “bolivariano”; ni el repudio internacional generalizado pudieron impedir que Maduro, utilizando mecanismos antidemocráticos, le arrebate una vez más el poder al pueblo venezolano.
Segundo espacio geográfico: Estados Unidos. El pasado 20 de enero, Donald Trump —un individuo que hace cuatro años no aceptó su derrota electoral y alentó el asalto al Capitolio para que no se validara el triunfo de Joe Biden; un individuo con una condena en espera de ejecución; un individuo que, con acciones y palabras, denostó a las instituciones democráticamente establecidas— tomó posesión de su segundo mandato presidencial.
Pese a sus antecedentes antidemocráticos y sus peligrosas propuestas electorales, Trump obtuvo una cómoda victoria en las elecciones de 2024: ganó en los siete estados clave, consiguió 312 votos en el Colegio Electoral (requería un mínimo de 270), recibió 76,9 millones de votos (2.5 millones más que Kamala Harris). Y por si todo esto fuera poco, su partido ganó ambas cámaras del Congreso.
Con una gobernabilidad garantizada y una legitimidad evidente, Trump está cumpliendo sus propuestas electorales principales: salida de Estados Unidos de la Organización Mundial de la Salud (OMS), imposición de aranceles por importaciones, luz verde al fracking, deportaciones masivas de ciudadanos no americanos (legales e ilegales).
La permanencia del chavismo-madurismo y el retorno del trumpismo dan cuenta de la fragilidad de las democracias del siglo XXI, víctimas de dos patologías ampliamente conocidas: el populismo y la autocracia.
James Madison, uno de los padres fundadores de Estados Unidos, señaló que las democracias tienen una vida breve y una muerte violenta. Éste infausto presagio no se condice con lo que se vive en el presente siglo, pues la vida de las actuales democracias más que breve es macilenta, producto de un detrimento largo y sistemático que no llega a eliminarlas completamente, pues las mantiene vivas mediante espasmos “democráticos” fugaces y convenientes sólo para sus ofensores.
No es que las democracias “mueran”, sino que son reducidas a apariencias o simples denominativos. A diferencia de lo que ocurrió en pasados siglos, los regímenes autoritarios o populistas se sirven de la democracia tanto para acceder al poder como para mantenerse o regresar a él.
No cabe duda que regímenes como los de Cuba, Nicaragua, Rusia. China, Venezuela, e individuos como Trump y Maduro han propiciado el estado mortecino de las democracias contemporáneas. Sin embargo, el riesgo de su defunción no se concentra en todos ellos.
Salvando las diferencias, Venezuela y Estados Unidos nos dejan una hipótesis sencilla y complicada a la vez: los padecimientos de las democracias contemporáneas —independientemente si éstas son sólidas o difusas— dependen de los rasgos autoritarios presentes en quienes los originan y en los ciudadanos que apoyan el establecimiento de dictaduras o el ascenso al poder de autócratas o populistas.
Veamos el caso de Estados Unidos. Su democracia es relativamente sólida, gracias a un nivel aceptable de institucionalidad que, a su vez, hace efectiva la separación de poderes. Incluso mantiene subsistente el sistema electoral creado por los fundadores de la Unión para evitar “los excesos de la democracia”: los Colegios Electorales no deben permitir que la presidencia del Estado recaiga en hombres con “talentos para la intriga baja y las pequeñas artes de la popularidad”[1].
Empero ello, ni la robusta democracia americana ni el dique de contención instalado por sus fundadores impidieron que una figura radical y anti-instituciones como Trump ganara (dos veces) las elecciones presidenciales.
En contraposición, Venezuela es presa de una dictadura instaurada a finales de los noventa. Comenzó con una reforma constitucional y fue encrudeciéndose hasta convertirse en el régimen criminal y vulnerador de derechos humanos que hoy conocemos. Los recursos democráticos se convirtieron en herramientas que el chavismo-madurismo utiliza para mantenerse en el poder.
Ambos resultados fueron posibles por los rasgos autoritarios presentes en los actores políticos: individuos que buscan el poder, los que apoyan (o votan) y en los que permiten su continuidad o retorno (autoridades judiciales, militares, etc.). Trump ganó porque una gran cantidad de estadounidenses se dejó envolver con su irreverencia populista, y ante la ausencia de propuestas en el partido demócrata, optaron por la radicalidad. Maduro mantiene su dictadura porque cuenta con el apoyo de personas que se sienten cómodas en su régimen, pues disfrutan de los privilegios que éste les otorga; personas que, aunque no son mayoría, sí son las suficientes para neutralizar a la oposición y a la resistencia ciudadana internas.
Con todo lo hasta aquí descrito, podemos concluir que cuando no hay otra alternativa que votar por un candidato con más vicios que virtudes (como el caso de Trump) y cuando las instituciones (incluidos sus miembros) aceptan validar dictaduras en lugar de salvaguardar las democracias, significa que se ha producido una descompensación racional en votantes, actores y partidos políticos. Los primeros han perdido la capacidad de identificar los personalidades autocráticas y demagogas; mientras que los restantes —al carecer de identidad ideológica concreta—han mermado su rol político protagónico. Son incapaces de presentar propuestas y ser candidatos idóneos.
Así se fue enero, y aunque la Democracia no tuvo un buen inicio (o “ianuarius”), que los retornos y permanencias suscitados en los recientes días sirvan para repensar en sus valores esenciales y en las metas democráticas que muchos países —incluido el nuestro— se han propuesto para este 2025.
De ahora en adelante, el debate sociopolítico a realizarse ya no merece centrarse en el eterno antagonismo entre “derecha” e “izquierda”, sino en los rasgos autoritarios que deben reconocerse en candidatos, electores y planes de gobierno; pues la misión es amplia: frenar las autocracias y defender los valores de la democracia moderna, aquella que comenzó con las primeras revoluciones (Francia, Estados Unidos) y que se consolidó después de la Segunda Guerra Mundial. Es decir, reivindicar los principios liberales: justicia, separación de poderes, legalidad, libertad… Las democracias pueden resistir y sobrevivir, no sólo con instituciones y sistemas (normas, procedimientos) fuertes, también pueden hacerlo a través de propuestas y ciudadanos plenamente comprometidos con ellas.
América Yujra Chambi es abogada
[1] Hamilton, A.; Madison, J.; Jay, J. The federalist papers. (No. 68)