Contrariamente a lo que pueda parecer, «simular» y «disimular» no son sinónimos. Según el diccionario de la Real Academia Española, disimular es ocultar la intención de algo; simular es presentar una apariencia como realidad.
Los dos verbos se adecúan a las recientes acciones discursivas del arcismo. Ni el victimismo ni la iterativa contumacia sirven ya para justificar el recrudecimiento de las varias crisis que afectan a nuestro país. Por eso, Luis Arce y sus acólitos prepararon dos nuevas estrategias para deslindar sus responsabilidades: 1) convocatoria a un “diálogo nacional por la economía” y 2) un referendo para que “el pueblo decida” si se mantiene la subvención de los hidrocarburos, la cantidad de escaños parlamentarios y si la reelección presidencial debe ser continua o discontinua.
En los últimos días, el arcismo manifestó que sus propuestas están enmarcadas en la democracia directa y participativa. Luego de casi dos décadas del régimen, la experiencia y la realidad nos muestran la falsedad de éste discurso. No es democrático realzar la soberanía popular para trasladar el peso de una mala gestión a la ciudadanía. Tampoco es democrático derruir el tejido normativo constitucional, ya sea (mal) interpretando leyes a conveniencia o buscando cambiarlas.
Desmontemos tales simulaciones, empezando por la forma democrática que el arcismo señala como base de sus propuestas.
¿Qué es la democracia directa? La concepción más cercana es autogobierno, en donde la totalidad de ciudadanos —o buena parte de ellos— deciden, sin intermediarios, cuestiones políticas, económicas, jurídicas, entre otras. Ésta forma de gobierno fue posible en las antiguas regiones de Oriente (actuales Siria e Irán), Sidón, Biblos y Atenas, cuyas reducidas sociedades permitieron un modelo asambleario «no representativo»: cada ciudadano actuaba por y para sí mismo.
La complejidad y extensión de las sociedades modernas redujeron los alcances de ése modelo: el autogobierno se convirtió en gobierno por delegación o representación; mientras que la participación directa se limitó al ejercicio del sufragio (de manera periódica) y a la consulta o presentación de propuestas populares que, aunque puedan ser necesarias, no siempre son concretadas.
Nuestra Constitución (artículo 11, pár. II, núm. 1) señala que la democracia directa y participativa se ejerce a través de: iniciativa legislativa y ciudadana, asambleas, cabildos, revocatoria de mandato, consultas previas y referendos.
Sobre los referendos, la Ley de Régimen Electoral (Ley 026) resalta dos tipos: para consulta (con alcance nacional, departamental o municipal) y para reforma constitucional (parcial o total). Los primeros —conforme el artículo 14 de la referida ley— no pueden decidir sobre temáticas como la unidad o bases fundamentales del Estado; la vigencia de derechos; competencias privativas, exclusivas, concurrentes o compartidas de los entes de gobierno. Además, pueden ser convocados por iniciativa estatal (presidente, asambleas legislativa o departamental, consejos municipales) o popular. A su vez, los referendos para reforma constitucional —contenidos en el artículo 23 de la Ley 026— se subdividen en: nacional constituyente y de reforma parcial.
Cuando se pretende realizar cambios totales o sustanciales de la Constitución (principios, valores, derechos), debe activarse el referendo nacional constituyente por: a) iniciativa popular (20% del padrón nacional electoral), b) iniciativa legislativa (aprobada por mayoría absoluta de sus miembros) o c) iniciativa presidencial. En cambio, los referendos para reforma parcial sólo admiten dos iniciativas: ciudadana o legislativa (ley de reforma constitucional aprobada por 2/3 de los miembros presentes).
Entonces, según la Constitución y la Ley de Régimen Electoral, podemos decidir o proponer sobre determinados ámbitos, pero sin inmiscuirnos en las competencias que cada nivel de gobierno ostenta como obligaciones constitucionales; vale decir, el ejercicio de la democracia directa está supeditado a condiciones procedimentales y a limitaciones materiales.
El arcismo pretende convocar a un referendo mediante decreto supremo para que decidamos sobre la subvención de hidrocarburos, ítem que pertenece a las competencias privativas del Estado (artículo constitucional 298, pár. I, núm. 18), mismas que no se transfieren ni delegan, conforme señala el artículo 297 de la Constitución. Pero también pretenden que aceptemos una modificación parcial del texto constitucional (reelección presidencial, cantidad de escaños), pese a saber que la ley no contempla iniciativa ejecutiva para hacerlo.
Con todo ello, podemos deducir lo siguiente: el arcismo simula un escenario de democracia directa, con un referendo que, de realizarse, no tendrá efecto alguno por ser manifiestamente contrario a lo que la Ley 026 y la Constitución establecen.
¿Qué pasa con el “gran diálogo nacional”? También es parte de una simulación democrática, concretamente en su versión «participativa». Como vimos, es difícil emular el grado de participación ciudadana que las democracias primigenias tuvieron. Por ello, en las democracias actuales se habla de «deliberación»; así, para la toma de decisiones no basta con una aparente “participación”, sino con un proceso de discusión colectiva, en donde afectados e interesados exponen sus razones y deliberan sobre temas de interés público. Los resultados de ése proceso deliberativo adquieren legitimidad no sólo por una amplia participación, sino porque las decisiones finales se basan en la elección de los mejores argumentos expuestos, mediante juicios de imparcialidad y negociación estratégica, despojados de todo interés egoísta.
¿El anunciado “gran diálogo” contará con una amplia participación de sectores y actores no gubernamentales? Y lo más importante, ¿podrá el régimen alejarse de sus cálculos político-electorales, escuchar todos los argumentos y así lograr, junto a todos los partícipes, soluciones prontas y factibles para afrontar la caótica coyuntura nacional? Si consideramos que, en todos éstos años, el régimen nunca aceptó una participación plural e inclusiva, y que tampoco demostró tener cultura deliberativa; las preguntas tienen una respuesta obvia: no.
La segunda simulación que se evidencia en las propuestas del arcismo tiene relación con la marcada costumbre de menoscabar el sistema normativo constitucional vigente. Durante el evismo, varios juristas y magistrados hicieron gala de una insólita “creatividad jurídica” al declarar inconstitucional la propia Constitución. Ahora, para continuar la tradición, el arcismo tiene sus propios “creativos”: el diputado Juan José Jáuregui y el ministro de Justicia Iván Lima.
Según Jáuregui, el presidente puede convocar a un referendo para reformar la Constitución; sin embargo, tanto el Código Procesal Constitucional (artículo 152) y como la Ley de Régimen Electoral (artículo 23, último párrafo) contienen textos que generan “(…) una duda razonable sobre si se permite o no la iniciativa presidencial para una propuesta de reforma parcial de la Ley Fundamental”.
En la misma línea, Iván Lima reiteró que Luis Arce puede emitir un decreto supremo y convocar a un referendo. Pese a reconocer que la Constitución establece los mecanismos de sus posibles reformas, el ministro señaló que el objetivo de la acción presentada por Jáuregui es que el Tribunal Constitucional Plurinacional (TCP) revise “el procedimiento de referéndums en el país”.
Es completamente falso que en la Ley de Régimen Electoral y en el Código Procesal Constitucional exista “duda razonable”. Ambas leyes son claras: los referendos para reformas parciales de la Constitución proceden a iniciativa popular o legislativa. Pero algo más, ambas leyes se sustentan en el artículo constitucional 411 pár. II. Por tanto, buscar que el TCP las determine como inconstitucionales es declarar inconstitucional a la propia Constitución. O Jáuregui carece de capacidad lógica o simplemente no entiende de Derecho Constitucional.
Además de ser arbitrariamente confusa, la postura del ministro de Justicia es peligrosa. Jáuregui pretende simular una supuesta inconstitucionalidad en las leyes referidas; Iván Lima disimula la verdadera intención de la acción de inconstitucionalidad abstracta presentada por el diputado: cambiar las reglas normativas constitucionales, con la venia del TCP, a favor del régimen.
De acuerdo a la Ley 026 (artículo 16, pár. I, inc. a), el presidente puede convocar a referendos nacionales mediante decreto supremo. Empero, y como se explicó en líneas supra, esto no se aplica para consultas vinculadas a reformas parciales de la Constitución, dado que éste tipo de referendo sólo puede originarse por iniciativa popular o legislativa. Entonces, la “revisión de procedimientos” señalada por Lima no es otra cosa que la modificación ilegal que el autoprorrogado TCP hará a la Ley de Régimen Electoral, al Código Procesal Constitucional y a la Constitución.
Ciertamente, los referendos revitalizan los sistemas democráticos, pero se convierten en improductivos y nocivos cuando un régimen autoritario pretende usarlos para recuperar terreno político-electoral y legitimidad popular.
Dilucidadas las apariencias y descubiertos los disimulos, queda preguntarnos: ¿podrán ser útiles referendos o diálogos convocados por un régimen que instrumentaliza la soberanía popular, que impone erróneas interpretaciones legales, que sólo reconoce su propia voz y que trastoca el orden normativo constitucional cuando más le conviene?
América Yujra Chambi es abogada.