La Paz

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Estoy seguro que los muertos se van al cielo por ese lugar, es la única vía posible que une una dimensión con otra, al menos en esta parte de la tierra, el único soporte material que se funde con lo espiritual y llega más allá del cielo. Lo recuerdo muy bien cuando lo vi por primera vez. ¡Uyuyy, y ese cerro tan grande! Exclame. Mi hermano, Antonio, me miró con ternura. “Es el Illimani”, me dijo. Lo divisé por la ventanilla del Colectivo Andino, que recorría los últimos kilómetros del asfalto para llegar a El Alto de La Paz, así se llamaba por ese tiempo, hace más de 20 años.
En mi fuero infantil sentí que aquel gigante me daba la bienvenida, y comenzaba a acunar mis sueños de mejores condiciones de vida y nos leía la mente a mi hermano y a mí. Aunque todavía rondaba en mi cabeza el prejuicio de mi abuela Victoria: “van a tener cuidado con los paceños, son malos, ni cuando te ladra su perro te ataja, te deja nomás morder”. La realidad fue otra. A mi abuela le habían contado otras personas a quienes les habían contado otros amigos que habían venido a La Paz, donde como en todo lugar hay personas de todo tipo, pero la gran mayoría es gente muy trabajadora, solidaria, y, sobre todo, apasionadamente boliviana.
En todo este tiempo que vivo en esta ciudad, donde falta oxígeno, pero sobran pulmones para gritar su pasión por Bolivia, nunca me increparon ni me echaron en cara mi lugar de nacimiento (pocoateño, nortepotosino) o me vetaron mi acceso a un puesto de decisión por mi origen. Será que por eso me suena ridículo cuando escucho a una autoridad regional decir: “no aceptaremos a un comandante departamental de la policía que no haya nacido aquí”. Denota complejo de inferioridad, inseguridad, pensamiento logiero, desconocimiento de una ley de la Historia: sólo la diversidad y la contradicción genera calidad y evolución.
En La Paz, donde la vida es barata y la autoestima muy alta, conocí muy pocos grupos privilegiados que vivían de la política, traducida en la preservación del poder; los últimos que quedaban perecieron en Octubre de 2003; tampoco me enteré de un comité cívico que se distribuyera impunemente cargos en empresas regionales para conservar privilegios; entonces, entendí por qué las grandes ciudades como París, Nueva York, Buenos Aires, Santiago o Miami no tienen comité civico al igual que La Paz. Pues, tienen otras formas de organización, donde la fortuna no se hereda, menos los cargos públicos, peor los privilegios, sólo se legan las oportunidades.
Se parece a un imperio que acepta todo tipo de ciudadanos, de procedencias y orígenes distintos, y aprovecha esa riqueza en su favor y les delega cargos, responsabilidades, sin las acomplejadas dudas de que alguien que no sea del lugar no desarrollará un buen trabajo en beneficio de la región, como si fuera un malvado infiltrado destinado a boicotear el desarrollo de un pueblo.
Cada vez que aparece algún desubicado con ganas de discriminar a un ser humano, ya sea por su condición social, credo u origen, paceños y no paceños le cerramos la boca con argumentos sólidos y lo aislamos a tal extremo que se envenena en silencio con sus vituperios o falacias. Es inconcebible que en La Paz exista un medio o un periodista que lance diatribas cada día en contra de bolivianos y bolivianas que no son paceños, paceñas o collas; no duraría ni un minuto.
Conocí en La Paz, cruceños, benianos, pandinos, tarijeños, chuquisaqueños, cochabambinos, orureños y potosinos que viven como debe ser: como en su casa.
Si alguna vez te preguntan tu lugar de nacimiento es para conocerte mejor y para enriquecerse así mismos, no para excluirte; te preguntan para compartir culturas, no para humillarte; te preguntan para las anécdotas, no para apalearte.
Llegué a La Paz hace más de 20 años, en busca de mejores condiciones de vida, hoy puedo escribir esta columna como prueba de los 200 años de libertad encendida y brillantes oportunidades que me dio la ciudad más hermosa y libre colgada en los andes como un precioso regalo de los colosos nevados, a quienes es lo primero que veo y saludo cada vez que vuelvo de algún viaje, particularmente, al Illimani, porque siento que tiene vida propia y me sigue leyendo el pensamiento como aquella primera vez que me vio llegar sin destino seguro.

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