Por: Adalid Contreras Baspineiro
A pesar de tener grabados en nuestras mentes y nuestros corazones cada detalle de su sucesión de imágenes talladas en el recorrido de sus vidas, se nos hace difícil imaginárnoslos con el rostro descubierto. En su ciclo más reciente, enrolados en esa legión planetaria de héroes anónimos que exponen a diario sus vidas, sin otra compensación que contribuir a dar vida, nos acostumbraron a verlos/pensarlos con el barbijo y el estetoscopio colgando de sus cuellos, siempre listos para ser usados.
En nuestro confinamiento y a la distancia, sufrimos en silencio indecible las imágenes de las calles de su ciudad cubiertas de muerte. No dijimos nada, no hacía falta, las miradas perdidas y aquella lágrima incontenible surcando nuestros rostros, eran el anuncio talvez evitable, o quizás no, de que nos había invadido la infoxicación del miedo para confrontarse con nuestras esperanzas. Aun sabiendo que era imposible, soñamos con transportarnos en las alas de la fantasía hasta la línea ecuatorial, tan imaginaria como nuestros deseos, conscientes al mismo tiempo de que la única manera de superar la insalvable distancia física era aferrarnos a nuestra fe y a la confianza en la paradójica fortaleza de la delgadez de sus barbijos.
Cuando la magia de la videollamada nos permitió verlos en la pantalla de nuestros celulares, renacimos. Se los veía agotados, abrumados por la experiencia inédita de atender casos covid. Lucían exhaustos y sin respuestas al por qué planetario de la pandemia. Y al verlos, recordé al maestro Edgar Morín relatando cómo le emociona vivir la experiencia por la que en Francia cada noche acuden todos a sus ventanas y sus balcones para aplaudir a los médicos y personal hospitalario que no miden sus horarios, ni sus vidas, por atender a los enfermos.
Son actos como estos los que permiten redescubrir valores esenciales de la vida como la ternura, la solidaridad, la amistad, la fraternidad y la corresponsabilidad. Ese mismo fue el sentimiento que trastocó nuestra angustia en orgullo al verlos con el barbijo y el estetoscopio colgando de sus cuellos, listos para ser usados. Reaprendimos entonces que, nacidos en el regazo de nuestro amor, nuestros hijos eligieron una vida entregada al oficio que posibilita que la alegría de la vida le gane a la incomprensión dolorosa de la muerte, la esperanza a la incertidumbre, y la armonía en plenitud a la salvaje carrera del progreso desarrollista destructor de la vida en el planeta.
Aquí y allá, en este contexto de preguntas sin respuestas, ellos, los del barbijo, están ahí, arriesgando sus vidas, por nuestras vidas, mientras nosotros podemos guardarnos en casa para evitar contagios, y garantizarnos vida. Quienes somos papás, o hijos, o hermanos, o abuelos o nietos de médicos, enfermeras y trabajadores de la salud, sabemos que nuestros temores se apaciguan cuando los vemos, gigantes, arropados en sus mandiles, sus mascarillas quirúrgicas, sus gorritos y sus estetoscopios. ¡Quién lo diría!, el humilde barbijo que para nosotros puede ser tan sólo un cubrebocas, para ellos, los del barbijo, es desde siempre la continuidad de sus vidas para garantizar nuestras vidas. Con o sin pandemia, el barbijo es para ellos, y también ahora para nosotros, escudo, contenedor, amuleto y semilla, al mismo tiempo.
Decimos que el barbijo es escudo, o mejor muralla de material filtrante que impide el paso del virus en tres direcciones: evitando que lo aspiremos, o que lo expiremos, o que nos toquemos la boca y la nariz provocando posibles transferencias indeseadas. El barbijo es también contenedor y flujo de sentimientos, porque cada uno contiene un corazón y mantiene, procesa y enriquece los sentidos de humanidad que conlleva en su naturaleza la vocación humanista de los profesionales de la salud. El barbijo es también amuleto, garante de la responsabilidad individual y social con la vida. Y es semilla, generadora de esperanzas.
Estas cualidades son también ahora la garantía de nuestras propias vidas. Tenemos que aprender a valorarlas. No importa que incomoden, no importa que atosiguen, no importa que despersonifiquen, usemos el barbijo. En estos tiempos, la epidemia ha acelerado las angustias, pero también ha desacelerado los plazos tormentosos de los destiempos, para dedicarlos a reflexionar nuestras vidas en un acto que no es de resignación, sino de reconquista de nuestros interiores, donde anidan los sentipensamientos. Entre las certezas que no existen y las incertezas que quisieran ser, en estos tiempos de coronavirus, nuestras vidas están pendiendo de un barbijo y del profesionalismo con amor de ellos, los del barbijo.
Adalid Contreras es Sociólogo y comunicólogo boliviano.