En días recientes, leí en El Deber que 25.000 postulantes rindieron examen de ingreso a la Universidad Autónoma Gabriel René Moreno (UAGRM) para optar a 7.032 cupos en más de 40 carreras. Sólo 6.385 aprobaron la Prueba de Suficiencia Académica (PSA). Quedaron 647 vacancias.
Los datos llaman la atención, pues de 48.000 bachilleres que se graduaron el año pasado en el departamento de Santa Cruz, más de la mitad postuló a la universidad pública cruceña; de ese total, sólo 6.385 lograron un cupo; los restantes 18.615 quedaron al margen. Este numeroso grupo está obligado a buscar una universidad privada, un instituto o un trabajo. Miles de ellos y ellas engrosarán, probablemente, las filas de los “nini” (ni estudian ni trabajan).
El año pasado, 196 mil jóvenes terminaron el bachillerato. Si se repitiera en el país el número de postulantes y reprobados en la UAGRM, un buen porcentaje se queda sin estudiar y otro porcentaje que, si bien termina una carrera universitaria, no encuentra trabajo en su área profesional y sufre una enorme frustración.
¿Cómo resolver este problema? Antes de plantear una solución, señalo que la causa está en las escuelas. En esa línea, voy a arriesgar a presumir que de los 6.385 bachilleres que aprobaron el PSA en la UAGRM, la mayoría proviene de colegios particulares, lo que presupone que la formación en éstos es algo mejor que en los centros educativos fiscales, salvo excepciones, obviamente.
En definitiva, la desigualdad de oportunidades comienza en la escuela. Una niña que asiste a un colegio privado de élite (no voy a decir nombres, pero tú sabes a cuáles me refiero) partirá con ventaja respecto a la niña que va, en la misma ciudad, a una escuela fiscal.
Es más, la desigualdad se reproduce también entre colegios fiscales, pero se profundiza más entre el niño que va a un colegio fiscal en una ciudad y el niño que asiste a un centro educativo fiscal en un cantón, donde algunos profesores sólo pasan clases cuatro días a la semana, el quinto se van con cualquier excusa a sus lugares de origen.
La discriminación estructural no termina ahí. Se ahonda entre la niña que va a una escuela fiscal en un cantón y la niña que asiste a una escuela rural, donde la calidad de los profesores, en algunos casos, es deprimente, pese a que mejoró la infraestructura desde 1995, cuando los recursos económicos comenzaron a llegar a los municipios.
Por si no fuera suficiente, también hay diferencias entre un estudiante que va a un colegio rural, ubicado cerca de una ciudad o cantón, y una escuela que está muy alejada de los centros urbanos.
En consecuencia, la diferencia es sideral entre la niña que va a una escuela privada de élite de una ciudad y la niña que asiste a una escuela rural lejos de los centros urbanos, donde el profesor es un héroe. La primera pequeña tendrá más posibilidades de ser feliz que la segunda porque tendrá más opciones para seguir estudiando y tener una exitosa carrera profesional.
Para evitar estas diferencias, la igualdad de oportunidades debe comenzar en la escuela. Para ello, los niños tienen que asistir a colegios del mismo nivel educativo en cualquier parte del territorio boliviano. El día que el hijo de madre y padre pobres asista a un colegio de la misma calidad educativa que la hija de una persona con buenos ingresos, habremos dado un salto hacia la igualdad.
Para alcanzar este objetivo, no se debe luchar contra los colegios particulares hasta hacerlos desaparecer, sino mejorar el nivel en los colegios fiscales, a tal punto de mostrar la inutilidad de aquellos, como sucede en muchos países del mundo.
Para subir el nivel de los colegios fiscales no basta invertir en infraestructura, pues el cemento no enseña, lo que significa que, como sociedad, debemos destinar millones y millones de bolivianos a los recursos humanos (los profesores) y a los métodos pedagógicos. Entonces, recién sembraremos el futuro de nuestros hijos, en realidad, el futuro del país, en las escuelas del Estado.
El día que logremos este salto, nuestra sociedad será más equitativa, más feliz porque habrá menos delincuencia, menos políticos populistas y más clase media con suficiente capacidad económica como para seguir invirtiendo en los cerebros de sus hijos, quienes, luego, aprobarán todos los exámenes posibles en las universidades públicas nacionales o del exterior y serán emprendedores y creadores de conocimiento y riqueza.
Andrés Gómez Vela
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