Por Gustavo Adolfo Calle Laime*.
Más allá del tenor ideológico del actual gobierno boliviano, está claro que la idea del Estado intervencionista estará presente en su gestión, así como en la vida política y social de nuestra historia política local, por un tiempo relativamente extenso. El bono familiar de 500 Bs y el plan de apoyo para personas y microempresas por parte del gobierno es apenas una pequeña muestra de ello.
El Estado como sujeto activo: el modelo keynesiano a la boliviana que interviene para coadyuvar en el proceso de la circulación del capital, pero también para coadyuvar en el proselitismo político del gobierno de turno.
Estamos de nuevo ante el paradigma estatista.
Más allá de las pretensiones neoliberales que buscan reacomodarse bajo el gobierno de Añez, lo evidente es que estamos ante un paradigma ineludible y que marca el sentido común de la política: todo con el Estado, muy poco sin él.
Pienso que estamos viviendo algo muy parecido a lo ocurrido tras la instauración del Nacionalismo Revolucionario (NR) en 1952. Hoy como en ese entonces, como explicó Luís H. Antezana, en Sistema y procesos ideológicos en Bolivia (1935-1979), la idea del Estado intervencionista opera como una “condición del ejercicio del poder”.
¿A qué se debe ésta marcada presencia? La crisis del modelo neoliberal de principios del siglo XXI, hizo que, en el sentido común de la política y la economía, la idea de una sociedad gobernada solamente por la fuerza del mercado se fuera despintando; entonces, un Estado fuerte, no sólo regulador, sino activo, se fue convirtiendo en el horizonte de comprensión de lo que era una “adecuada” gestión del poder.
De hecho, la Guerra del Agua en Cochabamba en el año 2000 y la Guerra del Gas en octubre de 2003 marcarán el nuevo escenario de la legitimidad política. Cualquier gobierno que pretenda conservar cierto grado de gobernabilidad política deberá demostrar que el Estado es parte activa de su política gubernamental y no una mera decoración institucional (los casi 14 años del “masismo” procuraron “mostrar” esa faceta).
Añez y su gabinete (y el resto de los candidatos) entendieron esta consigna después del levantamiento de Senkata (noviembre de 2019). En el fondo, la insurrección alteña se articuló ante la amenaza del retorno de los fantasmas coloniales, pero también, del neoliberalismo que amenazaba con desarmar la estructura de un Estado intervencionista principalmente en lo económico.
Lo interesante es que, bajo el paradigma estatista, el Estado aparece como un ente al servicio de todas las clases y grupos sociales, en particular de los más vulnerables; sin embargo, debemos tener en cuenta que, como pasó hace más de sesenta años con el “Nacionalismo Revolucionario”, la idea del Estado está vinculado, como bien apunto Antezana, con el “ejercicio del poder dominante”.
En esa medida -tal como el Movimiento al Socialismo (MAS) en su tiempo-, el gobierno de Añez está entendiendo que el estatismo es una condición de legitimidad y por lo mismo de gobernabilidad. Entonces, el estatismo como una forma de legitimarse en un contexto dónde a pesar de los esfuerzos por revivir el neoliberalismo, “no queda de otra” más que asumirlo, sobre todo, si el escenario es pre-electoral.
Acá no existe una mirada noble desde el poder, la idea del Estado intervencionista, es una idea que se asume a pesar de las pocas simpatías que ésta genere, y que, tal como ocurrió con el “Nacionalismo, Revolucionario”, busca constituir, en palabras de Antezana, una “máquina de articulación hegemónica en la múltiple discursividad ideológica boliviana” para legitimar el ejercicio gubernamental en sus múltiples acciones.
*Analista político. Miembro del grupo de reflexión política Jichha.
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