En la vida hay algunas cosas que no se eligen. Entre ellas el lugar de nacimiento. Pero, si me hubieran dado la opción de hacerlo hubiera elegido Bolivia. El destino sintonizó con mi deseo antes de que aparezca de la nada y quiso que sea boliviano. Decidí amar a Bolivia no en los desfiles, a los cuales asistí en la escuela por obligación, porque me pusieron una banda tricolor en el pecho y me dijeron que debía ir adelante marchando. Me aburrían los discursos y me agobiaba toda esa parafernalia patriotera, aunque me gustaba mucho cantar el himno al Mariscal de Ayacucho (quien, años después descubrí las razones, me cayó bien desde un principio). En el Colegio me rebelé contra estos actos porque las clases de historia enseñaban a decepcionarnos de Bolivia, nos hacían sentir lo peor con frases deprimentes: “los bolivianos somos mendigos sentados en un trono de oro”; “no servimos para nada”; “Dios nos ha dado lo mejor de la naturaleza, pero nos ha puesto a la peor gente”; “mejor desaparecer, hemos perdido la mitad de nuestro territorio por flojos y tontos”, etc, etc. Escuchar esas frases entre los 6 y 17 años es brutal. Recuerdo que lloré hasta jurar venganza cuando en la escuela la profesora nos contó cómo nos habían usurpado el mar, cómo habíamos perdido el Acre, el Purus, el Chaco. Decidí amar a Bolivia no en el cuartel, donde Juré a la Bandera, mientras en mi cabeza bullían miles de ideas sobre las incoherencias aprendidas en la instrucción de combate: la jerarquía racista de los militares (sargentos por un lado y oficiales por otro) y su desprecio por los “civilachos” y “políticos” que realmente habían amado a Bolivia como Marcelo Quiroga Santa Cruz, Luis Espinal, Ernesto “Che” Guevara, etc. Nos habían instruido a atacar localidades civiles, mineras, menospreciar a los que no eran militares (que eran la mayoría), matar guerrilleros (soñadores humanistas), pero nunca conocimos estrategia alguna contra el gran y único enemigo externo: Estados Unidos (bueno tampoco iba a servir de mucho dadas las condiciones de desventaja bélica). Quisieron enseñarnos amar a Bolivia con las mismas frases lapidarias, con saludos diarios a la bandera -que finalmente no es más que un pedazo de tela dotado de simbolismo- y con odio a una gran parte de los bolivianos. Así, imposible amar a Bolivia. Decidí amar a Bolivia cuando descubrí, gracias a algunos profesores, la senda de la historia crítica, entonces entendí el amor de mi abuelo Manuel a la Patria, a tal extremo de ir a la Guerra del Chaco a sus 20 años, convencido de que Bolivia merecía su vida, aunque años después todavía se preguntaba ¿por qué decidieron matarse entre “pilas” y bolivianos si eran hermanos? La amé más cuando conocí cada rincón del país y vi en cada lugar la lucha de la gente por mejores días, convirtiendo los obstáculos en escalones y los problemas en soluciones creativas; cuando los vi embanderar sueños de justicia y llorar por los muertos que caían en esa inacabable lucha y volver a tomar valor para seguir adelante; cuando los vi orgullosos por su cultura, sus bailes, sus tradiciones, su historia, su vida en común. A Bolivia hay que amarla, como a una mujer, no por resignación, sino por decisión, por convicción; y para ello hay que enseñar y leer la historia en su esencia dialéctica: pues, sólo los pueblos con grandes obstáculos pueden ser grandes pueblos; solo los pueblos arrinconados en la injusticia pueden aspirar a la justicia; en definitiva, sólo los pueblos pobres y excluidos del futuro puede hacer las revoluciones. El destino eligió que sea boliviano y yo elijo el destino para Bolivia: ¡Salve oh Patria!
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